14 abr 2010


Aníbal miró su reloj.

El tren de cercanías llegó con puntualidad a la estación de Tarragona, pero nadie había pasado a recogerle. Y, ¿qué esperaba? Al fin y al cabo, no le habían enviado allí para que formara parte de alguna importante excavación.
Aníbal Fortuny llevaba cinco años trabajando en el Departament de Cultura de la Generalitat de Catalunya, más concretamente en la sección de Patrimoni Arqueològic, lo que le había permitido viajar en otras ocasiones a la antigua capital del imperio romano, considerada en la actualidad Patrimonio de la Humanidad. Siempre le había impresionado la facilidad con la que surgían restos de la antigua roma en la capital de la Costa Daurada. Pero en esta ocasión era diferente. No se trataba de registrar nuevos hallazgos de la época floreciente de Tarraco sino de supervisar el desmantelamiento de un restaurante que durante años había ocupado el interior de un importante monumento histórico: El Fortí de la Reina.
Aníbal llamó a un taxi y pidió que lo llevaran a la Punta del Miracle, lugar en el que se ubicaba el fortí. Podía haber llamado a su hermana para que pasara a recogerle —residía en un pequeño pueblo, cercano a la capital, desde que se casara, hacía ya nueve años—, pero sabía que en aquellos momentos estaría preparando a sus sobrinas para llevarlas al colegio y su cuñado, ya hacía horas que había comenzado a trabajar. Y no quería que cambiaran sus costumbres por él. También sabía que, debido a ello, recibiría una buena bronca por parte de su hermana por no haberla avisado de su llegada.
El taxi se detuvo.
—Creo que va a ser complicado llegar hasta allí —dijo el conductor.
—¿Qué ocurre?
—Parece ser que hay una manifestación. Los mossos están desviando el tráfico.
—¿Falta mucho para llegar?
—Sólo un par de manzanas.
—Bien. Bajaré aquí.
Aníbal bajó del taxi y echó al hombro su bolsa de viaje antes de dirigirse hacia el lugar que le había indicado el taxista y donde un grupo considerable de personas invadía la calzada, impidiendo la circulación.
—¿Qué ocurre? —preguntó Aníbal, dirigiéndose al mosso d’esquadra que tenía más cerca.
—Una manifestación por el desmantelamiento del restaurante. Será mejor que tome otro camino.
—Va a ser imposible —aseguró Aníbal—, me dirijo allí.
El mosso se volvió para observar mejor a aquel individuo que tenía la osadía de adentrarse entre la bulliciosa plebe.
—¿Forma usted parte de la manifestación?
—¡Oh, no! —exclamó Aníbal sin poder contener una sonrisa—. Soy Aníbal Fortuny, el arqueólogo encargado de supervisar las obras.
El rostro del mosso, no pudo ocultar su sorpresa ante tal declaración. Aníbal sabía, que su aspecto juvenil le hacía aparentar menos edad de la que tenía y estaba acostumbrado a tener que mostrar muchas veces su documentación para verificar su identidad. Por suerte, aquél no era uno de esos casos.
—Le acompañaré hasta el fortí —afirmó el mosso—, así evitaremos que alguna de aquellas pancartas quiera solazarse con usted.
—Gracias.
Atravesaron el gentío sin ninguna complicación. Aníbal se despidió del mosso, no sin antes agradecerle su iniciativa, y se plantó delante del fortí para contemplar su magnificencia.
Construído a principios del siglo XVIII, en plena Guerra de Sucesión, y denominado así en honor a la reina de Inglaterra e Irlanda, Anna Estuardo, el Fortí de la Reina se alzaba majestuoso sobre la Punta del Miracle, junto a la pequeña cala que limitaba con la Cova del Gos. El viejo bastión había sido testigo de las luchas entre los dos aspirantes a la corona española: el archiduque Charles y Felipe de Borbón, duque d’Anjou; convirtiéndose en una importante línea de defensa para la parte norte y este de la ciudad.
Aníbal se obligó a apartar la vista del monumento y se dirigió hacia el grupo de empleados que permanecía ocioso, cerca de la puerta principal.
—Perdonen… —los trabajadores interrumpieron su conversación y miraron curiosos al recién llegado—. ¿Podrían decirme dónde puedo encontrar al jefe de obra?
Aníbal de acercó al hombretón que permanecía de pie, en la entrada del fortí. Mantenía un teléfono móvil pegado a la oreja y parecía mantener una acalorada discusión con alguien. Esperó con educación a que finalizara la conversación, antes de preguntar:
―Perdone… ¿es usted Manuel Quintanilla, el jefe de obra?
Manuel guardó el móvil en el bolsillo trasero de sus tejanos y clavó su mirada en el recién llegado.
Aníbal sintió cómo el hombre lo estudiaba receloso. Con su descuidada indumentaria —no es que fuera desaliñado, pero le gustaba vestir de manera holgada cuando viajaba—, y su joven apariencia, no parecía infundirle muy buena impresión. Decidió presentarse de inmediato, no fuera a pensar que intentaba pedirle trabajo.
―Soy Aníbal Fortuny, del Patrimonio Arqueológico —dijo ofreciendo su mano—. Cuando usted lo desee, podemos empezar a trabajar.
Manuel estrechó la mano que el joven le tendía a la vez que le obsequiaba con una amplia sonrisa. ¡Pero si sólo era un crio…! Eso sí, estaba bien educado el cabrón; al menos, sabía quién estaba al mando.
—Sígame. Le enseñaré todo esto.

2 comentarios:

Carolina dijo...

Ay, sigue, sigue, que me falta el canto un duro pa engancharme del todo.
Me gustan las referencias históricas, más por favor, y me resulta monísimo el tal Aníbal.
Esto promete mucho, sister.

Belén dijo...

Gracias, Carol. La verdad es que me estoy planteando el irla subiendo poco a poco al blog. Puede que de este modo no me duerma tanto en los laureles y le dedique más tiempo.


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