14 may 2010

Capítulo 4: Dos días después


Llevaban dos días trabajando y todo iba según lo previsto: el mobiliario había sido retirado y la maquinaria de las cocinas desmontada y trasladada a los camiones que aguardaban a la entrada del recinto.
En breve daría comienzo el verdadero trabajo y para el cual había sido contratado.
―¿Cómo va todo?
Pere Mata, director de la CORPPE —empresa contratada para el desmantelamiento del fortí—, parecía haber rejuvenecido cinco años desde que Aníbal le dijera que no serían necesarias las excavadoras y mandara su retirada.
―Todo según lo previsto ―le respondió Aníbal―. Empezaremos por el salón Reina Anna. Es el comedor más pequeño de todos y el más sencillo de desmontar. Las arcadas están sobrepuestas a la piedra original y cederán en cuanto desarmemos las columnas que las sostienen.
―Necesitaremos una grúa para desmontar la estructura.
―Manuel ya lo ha previsto ―dijo Aníbal― ¿ha desayunado ya?
―Tan sólo un café en la oficina.
―Pues venga conmigo. Aquí no podemos hacer nada hasta que llegue la grúa.

Aníbal Fortuny tomó asiento en una de las mesas ubicadas bajo la pérgola del Café Baraka situado de manera privilegiada sobre la cala de la Platge del Miracle, a escasos metros del fortí, y saboreó el salobre aroma de la costa tarraconense perfilada de manera insólita por los modernos edificios que no dejaban despuntar las antiguas huellas romanas. Contemplando los restos de lo que una vez fuera un glorioso anfiteatro romano, emplazado a pie de la ensenada, su mente viajó al pasado alojándose durante unos breves instantes bajo la piel del joven romano que llegaba en barco por primera vez a Hispania. Debía haber sido impresionante ver la gran efigie del anfiteatro y el vocerío de cuantos se hallaban en su interior disfrutando del espectáculo organizado por el emperador César Augusto para satisfacer a los ciudadanos de Tárraco.
Pere Mata se dejó caer a su lado, exhausto, y Aníbal lo observó en silencio mientras el director de la CORPPE llamaba la atención del camarero. ¿Comprendería el afanado empresario la suerte que le había sido brindada al vivir en un lugar privilegiado como aquél?
―Un té, por favor.
El camarero anotó su solicitud en una pequeña libreta y sin levantar la vista de ella, se dirigió a Aníbal:
―¿Y usted, desayunará lo de siempre?
―Sí, gracias.
El camarero desapareció y Aníbal reanudó su conversación con el director de la CORPPE.
―¿Es usted de aquí, de Tarragona?
―No exactamente ―respondió Pera Mata extrayendo un pañuelo del bolsillo derecho de su americana.
Pera se sonó la nariz con violencia antes de continuar:
―Nací en Vespella, un pequeño pueblo a pocos kilómetros de aquí, por lo que podemos afirmar que soy tarraconense, aunque no vine a vivir a la ciudad hasta que me casé con mi segunda mujer, Mireia. Su padre es el dueño de la CORPPE. Mi suegro me convenció para dirigir todo esto; no tenía hijos, ¿sabe? Sólo chicas.
―¿No es usted arqueólogo?
―No, por Dios. Lo mío son los números. El estudio de las piedras lo dejo para mi sobrina y el resto del equipo.
―¿Equipo? No he visto a nadie estos días.
―Ni los verá ―aseguró Pere―. Están en La Canonja estudiando los restos de una necrópolis romana. Tal vez le interese verla. Se lo diré a Marey.



***



Manuel Quintanilla observaba cómo descargaban la grúa que había solicitado mientras engullía el enorme bocadillo de chorizo que su mujer le había preparado. Había estudiado la situación del fortín y había decidido colocarla en la parte posterior del edificio, cerca del acantilado. De esta manera, el brazo de la grúa llegaría con facilidad a cualquier extremo de la estructura. Un grupo de sus operarios ya estaba trabajando en el lugar indicado, rebajando el terreno para construir un pequeño foso en el que plantarían la grúa.
Manuel introdujo el último trozo de bocadillo en su boca y se encaminó hacia el contratista.
―Buenos días ―saludó éste, al ver que Manuel se acercaba.
―Buenas ―dijo Manuel devolviendo el saludo mientras observaba cómo su interlocutor sacaba unos papeles del bolsillo interior de su cazadora y se los tendía.
―Si me firma el albarán podré marcharme.
Manuel cogió el bolígrafo que descansaba sobre su oreja derecha y firmó en el apartado de costumbre.
―¡Manolo!
Manuel se despidió del contratista y se volvió al ver que uno de sus operarios corría hacia él.
―No podemos seguir haciendo el foso en ese lugar, no hay roca.
―¿Cómo que no hay roca?
―No hay nada. El terreno se ha hundido. No hay suelo. Yo supongo que hemos topado con parte de la cueva.
―No digas gilipolleces. La cueva no es tan grande.
―Pues dime tú que cojones es entonces.
Manuel anduvo hacia la parte trasera del fortí seguido por su operario que no dejaba de darle explicaciones de cómo habían procedido para hacer el agujero donde emplazarían la grúa. Todo era correcto. Entonces, ¿qué había ocurrido? Según los estudios que habían realizado antes de comenzar las obras de desmantelamiento, sabían de la existencia de unas grutas que daban al mar y se adentraban en la montaña tocando el fortí, pero nada les indicaba que hubieran aumentado con el paso de los años. Además, unas cuevas de este tipo, se formaban durante miles de años a causa de la erosión que provocaba el mar. Era imposible que se tratara de la misma gruta. O era un simple agujero y sus hombres estaban majaras perdidos o se trataba de una cueva diferente… No. Descartó esa posibilidad. Definitivamente, sus hombres estaban majaras.


***


Aníbal procedió a pagar su desayuno pero Pera Mata insistió en invitarlo. «No se preocupe», le había dicho, «lo pasaré como gastos de la obra…».

Al llegar al fortí, Aníabal se encontró con un pequeño revuelo. Tanto Pera como él se habían dirigido directamente hacia la parte posterior del fortí para comprobar que el emplazamiento de la grúa había sido correcto. Para su sorpresa, no sólo no se había colocado la grúa, sino que además, todos los operarios estaban agrupados, haciendo un corrillo, observando… ¿qué observaban?
Pera Mata estaba enfadado. ¿Qué cojones hacían sus hombres? A empujones se abrió paso entre ellos mientras gritaba:
―¿Se puede saber por qué la grúa no está colocada ya?
Ante él apareció otro grupo de hombres arrodillados alrededor de un agujero lo suficientemente ancho para albergar el cuerpo de un hombre. Lo sabía porque, en aquellos precisos momentos, el cuerpo de Manuel Quintanilla surgía de él.
—¡Hola Jefe! ¡No va usted a creerse lo que hemos encontrado…!

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